02 septiembre 2006

Las arrugas de una madre africana


El tiempo se había vengado injustamente de la bondad de mi madre con un sinfín de arrugas en su cara. La recuerdo en el campo recogiendo, juntos, las patatas dulces. Le contaba mis ilusiones y mi esperanza de poder acceder a la Escuela Secundaria. Ella me miraba tiernamente y me sonreía. Era su forma de expresarme cuánto creía en mi. Siete años más tarde, cuando me despedí de ella en aquel campo de concentración, no me miró con sus ojos. La incertidumbre que se había apoderado de su rostro se reflejaba en las pocas gotas de lágrimas que no querían desprenderse de las mejillas de una madre que estaba a punto de ver desaparecer su hijo durante mucho tiempo, quizás infinito. Creo que ya intuía que difícilmente volvería a verme. Pero yo no pensaba que un día como este, ocho años después de nuestra despedida, llegaría a escribir sobre ella, diciendo que aún me faltaban cinco meses para cumplir los veintidós años cuando la vi por última vez. En un campo de refugiados. En Ruanda.
Si hablar de una madre nunca fue fácil, doloroso tiene que ser cuando te despiertas asustado en el exilio, la llamas para que te proteja, y resulta que te encuentras solo, entre cuatro muros blancos que ni te vieron crecer ni escucharon los poemas que dedicaste al primer amor que ingenuamente llamabas único. En tales condiciones, aprendes a llorar sin esperar consuelo, inventas los juegos que no necesitan de parejas, y te convences que cuando caigas intentarás levantarte por tu propio esfuerzo.
Cuando has tenido que huir de tu país para salvar el pellejo, poco a poco vas aprendiendo a construir tu mundo relacional al margen de lazos tan fuertes como la familia, los amigos de la infancia, el clima, los sueños consistentes y la misma patria. Intentas sobrevivir desde lo desconocido, soñar desde la melancolía, y consolarte desde una serie de juramentos que jamás has de romper. Sigues haciendo los mismos actos que obliga la existencia, pero sin contenidos significativos. Incluso cuando tienes la suerte de estar al abrigo de una institución, sigues sintiendo las mismas carencias familiares.
Acabas convenciéndote de que no optaste por aquello que ha llegado a configurar tu forma de pensar y de vivir, aceptas la imposibilidad de volver tu vista atrás para recuperar los pasos perdidos. Elegir es preferir, elegir es optar, elegir es pactar. Tú no puedes romper los pactos que no hubo; tú no puedes deshacer las opciones que nunca hiciste; tú no puedes revisar las preferencias que no tuviste, ni las elecciones que no son tuyas.
En el exilio construyes una red de amistad que, por lógica natural, no siempre implica una comunicación afectiva. Prejuicios, intereses, historias irreconciliables, más de una vez te llevan a unos desencuentros fatales y dramáticos. Y por colmo, el tiempo ya no te concede ningún privilegio sobre una amistad, y tu historia personal ya no es un regalo para nadie.
Vivir en el exilio es aceptar compartir poco con los demás, esperar la bondad de los dioses para que te entreguen los verdaderos amigos, pues tú no tienes tiempo para fomentarles. Éste es el drama para una persona que nunca se había imaginado soñar al margen de la amistad.
En el exilio te encuentras con un clima nuevo. Y todo cambio de clima implica cambiar de perspectivas, perder los horizontes, sobrevivir mientras el cuerpo y el espíritu rinden al máximo para sintonizar las frecuencias acertadas. Te embaucas en una actividad frenética que si no resulta dañina es que cuando se interioriza ya lo peor ha pasado. Mente cansada, cuerpo arrastrado y corazón confuso suelen ser tu compañía más cercana y tu secreto más íntimo. Aunque en tus oraciones no cesas de dar las gracias a Dios por un sinfín de cosas, inconscientemente esperas respuestas a múltiples porqués.
En el exilio, la patria está reservada. Tú no eres de aquí ni de allá. En tu nuevo lenguaje eliminas el verbo volver y todo aquello que te recuerde lo que podrías haber sido en tu patria. Los exiliados saben cuánto se sufre al tener que contar su historia ante desconocidos para ser aceptado como exiliado. Es verdad que muchos de ellos llegan a soltar lágrimas y maldecir todos los dioses que permitieron que pasara lo que cuentas, pero en el fondo todos sabemos que no es agradable para nadie escribir su historia personal en un trozo de papel sin más destinatario que un cajón de una ONG o de un archivo administrativo. Algunos dicen que los funcionarios llegan a familiarizarse con tantas historias dramáticas que, por relativizar todo, te ponen un número: tu expediente. Pero yo digo que menos mal. ¿Te imaginas tener que presentarte cada vez que vas a preguntar por el trámite de tu documentación? Hola, quería preguntar por mi expediente. ¿Cómo se llama usted? Mabyogo. ¿Podría darme otros detalles? Sí, soy aquel chico que tenía una madre con un sinfín de arrugas en su cara porque el tiempo se había vengado injustamente de su bondad.
Rukara

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

soy madre Blanca.. .pero me identifico con las madres negras..hemos parido las dos,lo que nos separa..es occcidente..poder ,tener ... y otras mumuchas cosas mas...europa se mantiene en una ignoracia grave,,nos deberiamos preguntar muchas madres blancas..y otras personas del mundo ¿hacemos algo para que haya vida propia en africa,he tenido la ocasion de viajar a africa...he estado con madres igual que yo..que son el alma y el corazon de muchas familias...en poblados..que se levantan al amanecer,suben a los campos..vuelven..y suguen en la casa..trabajando si hay que comer o por lo menos sobrevivir...¿como no van a tener arrugas a los años?
He encontrado esta página gracias a un amigo BURUNDES....y estoy contenta...seguiremos compartiendo y trabajando unidos blancos y negros....agur...

9:47 a. m.  

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