05 septiembre 2006

¿Y Usted qué?


Cada vez que reflexiono sobre algunos aspectos de los pueblos negroafricanos, siento una pereza mental. En el fondo, me persigue un sinfín de prejuicios que he ido acumulando a lo largo de mi instancia en Occidente. A fuerza de no leer ninguna noticia africana en los periódicos occidentales de grandes tiradas, al no oír nada sobre este continente negro en las grandes emisoras radiofónicas, he terminado creyendo que África no existe.

África no existe en los periódicos. África no existe en las emisoras radiofónicas. África no existe en los foros internacionales donde se deciden las grandes políticas económicas y las estrategias militares. Al menos esta es la impresión que tengo cuando me acerco a los medios de comunicación occidentales.

En otras ocasiones fue el muro de la indignación que me impedía hablar de África. Sentía vergüenza al contemplar en las televisiones los horrores de la guerra en Rwanda, de la hambruna en Somalia, de las matanzas interreligiosas en Nigeria, etc. En estos casos, África aparece como un continente totalmente bárbaro, salvaje, donde todo lo que suene a humanidad es perseguida y eliminada manu militari. Apenas veía las mansiones de nuestros dirigentes a la orilla de los lagos, mares y océanos. Apenas veía a hombres y mujeres tomando una coca cola y fumando un cigarrillo importados de los Estados Unidos. Apenas veía los coches lujosos de nuestros príncipes, o el sudor de nuestra juventud para ganarse el pan con dignidad. Sentía vergüenza porque forzosamente se me identificaban con esa África inhumana, condenada a morir de violencia, de hambre y del sida en pleno siglo veintiuno.

Apenas intentaba abrir la boca, mis amigos occidentales me asfixiaban con sus teorías sobre la ablación del clítoris, el machismo exacerbado, la explotación de los niños, el desprecio de los derechos humanos, la invasión de los inmigrantes y el mito del negro bueno, obediente y sirviente. Mis amigos lo sabían todo. Mi ignorancia ante ellos me condenaba al silencio sobre aquello que yo había vivido en mi propia carne. Mis amigos sabían distinguir con claridad un hutu de un tutsi, pero me decían que era igual vivir en África del Sur que en Sudán, porque en África todo es homogéneo. Mis amigos me hablaban con pasión y rabia de la guerra civil de España que terminó en los años cuarenta, pero me llamaban rancio, rencoroso y poco agradecido cuando les hablaba de las barbaridades cometidas por la colonización en Áfricana hasta los años sesenta. Yo mismo me callaba porque ante tanta claridad, no hay argumento que valga.

Mis amigos me cantaban, con entusiasmo, la canción del negrito tropical que toma el cola cao, a pesar de que sabían que a mi nunca me ha gustado, no porque su batido no fuera delicioso, sino por el recuerdo de mis antepasados que fueron comprados como unas simples mulas para trabajar en los campos americanos, de mis hermanos explotados por las multinacionales con un sueldo de miseria, mientras es un lujo tomarse una tasa de cola cao en la Plaza Mayor de Madrid. Mis amigos cantantes no parecían saber eso, y si lo sabían, disimuladamente se lo callaban. Parece cierto: la mente humana es selectiva, y el egoísmo no tiene fronteras.

En algunas conferencias sobre África, me he encontrado con doctores universitarios que llevan a cuestas un curriculum de un auténtico mártir: cuando hablan, arrancan las lágrimas de sus compatriotas y una irónica sonrisa de los africanos. Son auténticos salvadores de ambos mundos. Sus teorías no admiten interrogantes, y quien quiera salvarse tendrá que pasar por sus aulas. Hablan de la malaria, del sida, del africano polígamo que no sabe hacer nada más que satisfacer sus instintos animales, de los niños de la guerra y de los misioneros que dan vida diariamente. Cuando les preguntas por el petróleo, el coltán, el mercado legal de las armas, los millones de dólares de nuestros dirigentes guardados con complicidad en los bancos occidentales, el desprecio hacia las costumbres negroafricanas, etc., consultan sus relojes y te responden que son temas que necesitarían más tiempo. Y se escabullan. Ante el silencio de los asistentes, por debajo te preguntas por quién nos salvará de nuestros salvadores.

Es entonces cuando decides volver a la biblioteca, consultar lo escrito sobre África y saborear las letras de los auténticos africanistas, aquellos que quieren que se conozca África en todas sus facetas, sin que lo folklórico esconda lo esencial, o que lo banal se convierta en la bandera perenne. Veo a hombres y mujeres que luchan mano a mano, con los negroafricanos para combatir las injusticias que sufren nuestros pueblos. Veo a investigadores que admiten matices, a misioneros que sienten una mezcla de admiración y vergüenza por lo que sus compañeros hicieron en el siglo pasado. Veo a voluntarios que no se asustan cuando ven una piel negra, ni se llenan de interrogantes cuando cruzan con un negro en la Gran Vía madrileña. Veo el lento nacimiento de una auténtica solidaridad con los pueblos negroafricanos, y siento que ha llegado el momento de reflexionar detenidamente sobre muchos aspectos, aunque sólo sea aclarándolos, denunciándolos o anunciándolos. Porque si no lo hago hoy, mañana puede ser tarde. ¿Y usted?