24 febrero 2007

EN EL CRIADERO DE LAS HORMANAS (II)

Anne sabía que algunos chicos pensaban en ella como objeto sexual. Al menos es lo que ellos decían en el pasillo. Se lo insinuó al jefe de estudios, y él le contestó que no era lo habitual, pero que no tenía porqué preocuparse: “el pensamiento es libre”, recalcó. Le confesó que había dejado de secuestrar las revistas pornos que los chicos intercambian en el recreo; que los padres no colaboran para luchar contra esas malas costumbres; que la administración hace oídos sordos a las quejas de los directores y que los psiquiatras se están cebando con el miserable sueldo de los profesores. Y añadió:

-Ser profesor en estos tiempos es más peligroso que trabajar de Guardia Civil en un barrio marginal. Al menos el Guardia Civil va armado. Nosotros no. La ley protege al menor. La sociedad nos exige resultados. Los padres esperan milagros. Los políticos siguen prometiendo. Mientras tanto, el futuro de nuestro pueblo se está confiscando.

Le explicó que la enseñanza obligatoria está siendo un desastre. Los alumnos más inteligentes no caben en este sistema. Y los menos interesados en los estudios no agradecen el esfuerzo de sus profesores.
Más sincero no podía ser. En cierto sentido se sentía en deuda con ella. Fue él quien le contrató durante los cursos de verano en la Universidad de Salamanca. Entonces Anne era una joven recién graduada en Lengua y Literatura Francesa, a punto de cumplir uno de sus sueños: trabajar de voluntaria durante un tiempo en los barrios marginados de Managua en Nicaragua. Por eso llevaba varios veranos viniendo a Salamanca para mejorar su pronunciación española. Pero esta vez coincidió que el instituto buscaba un profesor nativo para encargarse de la asignatura de francés. Y no se le ocurrió una mejor idea que mandar el jefe de estudios a los cursos de veranos de Salamanca para buscar candidatos. Asistía a las sesiones de presentaciones de los alumnos franceses y tomaba nota de aquellos que habían cursado los estudios de Lengua y Literatura Francesa.
“Yo soy Anne, de Marsella. Acabo de terminar Literatura y Lengua Francesa en la Universidad de ...”. El jefe de estudios respiró hondo. Fijó su mirada en la larga melena de aquella joven francesa que tenía una voz de locutora de radio en un programa de madrugada. En el descanso se le acercó. Se presentó y sin más rodeos le hizo la oferta. Por supuesto que Anne lo rechazó.
Al “Señor de la moustache”, como le llama Anne, le costaron cinco entrevistas para que Anne aceptara encargarse de la asignatura de francés en el instituto, de momento por cinco años. A primeros de septiembre pisó por primera vez el instituto, con su libreta de notas a mano.
Comenzó con el curso de primero. Enseguida notó que Emili, una muchacha morena y bastante desarrollada para su edad, tenía un nivel más elevado que el de sus compañeros, y le preguntó si alguna vez había estado en Francia. Por supuesto que Emili no conocía Francia. Simplemente era una alumna muy aplicada en sus estudios.
Dicen que los profesores suelen poner interés especial en aquellos alumnos más inteligentes. Sin embargo, éste no fue el caso. El aprecio mutuo nació de un gesto maternal por parte de Anne antes de las vacaciones de Navidad. La verdad es que Emili crecía tan rápido que a su tía materna no le había dado tiempo para enseñarle cómo se pone el tampax. Y como suele ocurrir entre las adolescentes, el período le pilló de sorpresa. Es cierto que en el camino hacia el instituto sentía que sus braguitas se estaban mojando más de lo normal, pero pensó que eran los nervios que le atacaban por el examen de Química que tenía a media mañana.
No estuvo atenta en clase de Matemática. Tampoco durante la Ética. Y perdió los nervios en clase de Francés. Anne lo descubrió por casualidad, en uno de esos controles de cuadernos que realiza en todas sus clases. Le dilataban algunas pequeñas manchas rojas en su falda, unos granitos que estaban compitiendo en su cara y un olor que cualquier mujer experimentada detecta al primer contacto.
Anne le miró en los ojos buscando confirmación de su sospecha, y ella asintió con la cabeza. Le escribió en su cuaderno que no pasaba nada, que no se moviera de su sitio hasta que no hubieran salido todos los compañeros. Para superar algunas situaciones conflictivas, a veces es necesario tranquilizarse.
Cuando todos los alumnos habían abandonado el aula, Anne y Emili se quedaron solas ante el peligro. La profesora sacó un tampax de su bolso y se lo ofreció.
-Gracias, mademoiselle.
-De rien. Sabes, deberías llevar un par de ellos en tu mochila hasta que controlaras tus días rojos.
-Mademoiselle, ¿le importaría enseñarme cómo se utiliza?
-Excuse-moi, no sabía que era tu primera regla.

Alumna y profesora se fueron al baño. Emili estaba tan nerviosa que por mucho que intentaba ponerse el dichoso tampax no conseguía detener el flujo que ya había cambiado el color de sus braguitas floreadas. Su profesora tuvo que acudir a la enfermería del instituto para traerle unas braguitas de usar y tirar que tienen un mecanismo para neutralizar el flujo durante, al menos, cinco horas.

-Cuando llegues a tu casa, dile a tu madre que te enseñe cómo se utiliza el tampax.
-No tengo madre.
-¿Cómo dices?
-Vivo con mi padre y mi hermano pequeño. Mi madre falleció poco antes de nacer mi hermano.
-Condoléances. Perdóname. Se supone que debería saberlo. Pero aún no he tenido tiempo para leer vuestros informes que me ha elaborado el jefe de estudios.
-No se preocupe, mademoiselle. Le preguntaré a mi tía.

Las dos mujeres se abrazaron cariñosamente, como dos amigas que acaban de compartir un secreto amoroso. Desde entonces nació una gran confianza entre ambas. Quienes se dieron cuenta de esta amistad no le dieron mayor importancia. Creían que era normal que una chiquilla, huérfana de madre, buscara sustituta en su profesora más preferida. También Anne pensaba lo mismo hasta que un día observó un comportamiento un tanto extraño en ella.